A cuatro años de la revuelta social, más allá de las simplificaciones, conversar sobre las causas y mirar sus impactos sociales y políticos es un ejercicio que permite situar, sin atajos, las tareas del presente. Es así que nos preguntamos por la vigencia de las...
El ir y venir constante a propósito de las medidas para abordar la crisis económica y social de la pandemia, incluso dibujada como una supuesta pugna de poderes estatales, tienen a la Constitución, una vez más, como el as bajo la manga.
Una de las bases de la manifestación popular ha sido el que se asegure una vida digna (“hasta que la dignidad de haga costumbre”), y aún cuando desde el formalismo puedan indicar que la dignidad ya es una premisa constitucional (artículo primero de la actual carta), sabemos que es más que una mera generalidad textual. De hecho, si la dignidad (vida digna) se circunscribe a la pandemia (al ahora), veremos que es una urgencia material frente a la cual la Constitución opera como la caja fuerte, como argumento a través del cual niegan su posibilidad. “La dignidad es inconstitucional”.
Si bien una larga tradición del pensamiento occidental ha asumido que la dignidad no tiene precio y que es un valor universal, en nuestra realidad país sabemos que la dignidad está condicionada. No sólo el estallido social lo puso sobre la palestra -situándose como anhelo y práctica-, sino que la propia pandemia, e incluso los estragos climáticos, como las recientes lluvias, nos muestran que la dignidad está socialmente condicionada. O, de otra forma, que la dignidad hoy tiene precio.
En una famosa viñeta de Quino se puede leer: “Prohibido pisar el césped”, a lo que Mafalda responde: “¿y la dignidad no?”. Lo posible de lo imposible, lo prohibido de lo permitido, parecen trasladarnos a una vieja acepción de la dignidad vinculado a quien decide: la de “los dignos”, es decir, de aquellos que por su posición social son merecedores de sus atribuciones y destinatarios del respeto. En razón de dicho estatutos se delimita a quienes son dignos de quienes no (similitudes abundan en nuestro sistema político).
Por otro lado, la dignidad se ha vinculado a cierta esencia intrínseca de los seres humanos, que se expresa, por ejemplo, en el largo desarrollo de los Derechos Humanos. Desde luego que hay variadas concepciones sobre la condición humana y, por lo tanto, del alcance de la dignidad como rasgo esencial y correlato del valor de los Derechos Humanos. Como en los contextos dictatoriales o autoritarios o más recientemente en el país, en las posiciones negacionistas.
Lo que hace la revuelta de octubre es redefinir o ampliar la dignidad, poniéndola como una característica propia y concreta de una comunidad, ya no sólo como rasgo individual ni como mera determinación externa de quien tiene autoridad para reconocerla, sino que situando la dignidad como ejercicio, como práctica de su deliberación. Esa práctica que tensionó -otra vez en nuestra historia- a la dignidad como jerarquía social propia de nuestra idiosincrasia de sociedad bifurcada, propia del espejismo meritocrático individual instalado en el neoliberalismo.
La dignidad es inconstitucional. En medio de la pandemia la dignidad aparece, nuevamente, como un bien de consumo que se negocia, en un permanente “gallito” de popularidad y electoralidad: entrega de canasta familiar como si fuera concurso de beneficencia, disputa sobre postnatal como si fuera un problema individual, recuérdese la batahola meses antes sobre el aborto, aplicación de las leyes y restricciones sanitarias sólo para los súbditos pero no para el rey.
La Constitución se pone como el as de la contienda, pero el dilema democrático de la Constitución, que permite esta riña, es que hay poderes en condiciones de sustraer la Constitución del proceso democrático real para usarla como escudo de sus propias deficiencias para abordar la crisis y como escudo de los dilemas de unidad de su coalición (vía Tribunal Constitucional o a través de sus propias atribuciones). Sebastián Piñera incrementa la crisis al responsabilizar en definitiva a la Constitución de la indignidad de la gente.
Como en este reducido cuadro la sociedad aguarda pero no interviene, la pugna mediática -en la que puede haber actores bien intencionados- resulta impalpable e incluso teatral para quienes la dignidad hoy es una urgencia material, como piso mínimo (comer, vestirse) para vivir una vida digna. El escudo difícilmente pueda protegerlo tras el consenso mayoritario por el proceso constituyente.
Toca asumir el desafío de la vida digna no como una utopía lejana y abstracta, que se diluye imperceptible como objeto de discurso, sino que asumirlo como problema de la propia resolución de la crisis Covid-19. La dignidad y la indignidad están siendo. A su vez, el proceso constituyente es una oportunidad para, enfrentando el dilema democrático de la Constitución como horizonte de cambios, concebir la dignidad no sólo como texto o atribución, sino como un rasgo de una comunidad que se autodefine.
Columna de Opinión publicada por La Tercera, 1 julio 2020
Autor: Camila Miranda, directora ejecutiva Fundación Nodo XXI
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