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Radicalización del consenso neoliberal en Chile (2006-2017)
Balance y perspectivas para las fuerzas de cambio
Grupo de Economía y Trabajo
Resumen
Se entregan elementos para evaluar el grado de avance del neoliberalismo en la economía política chilena durante la última década. Para ello, se analizan tres situaciones que resultan ilustrativas del fenómeno: la expansión de un “capitalismo de servicio público” que mercantiliza ámbitos de reproducción social que otrora garantizaba el Estado; la fuerte subordinación del trabajo al orden del capital al interior de la empresa, legitimada desde la institucionalidad laboral vigente a pesar de transformaciones menores; y la “colonización empresarial” de la política, como expresión de un peso inusitado de tal actor en las orientaciones más relevantes de la vida nacional. Se apunta que tales fenómenos han acentuado su fuerza en el último decenio, lo que permite concluir la existencia de una profundización del “consenso neoliberal” en materias de política económica y social. Se trata de un escenario desafiante para las fuerzas de cambio, que deben construir una fuerza capaz de abrir los moldes de la política de la transición, impugnando las concepciones naturalizadas del orden neoliberal: el Estado subsidiario y su lógica de focalización del gasto público como forma de resolver los conflictos sociales.
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El análisis del devenir político de la última década en Chile revela una profundización en los niveles de consenso existentes entre las élites políticas y empresariales respecto al deber ser del orden social y económico en Chile. Lo que partió como una derivación esperable de la “política de los acuerdos” de inicios de los noventa, hoy se presenta como el único orden posible, científicamente establecido, frente al cual no hay ni debe haber alternativas: la lógica neoliberal es y debe ser la única concepción válida a la hora de hablar y tomar decisiones sociales y económicas por parte del Estado. Esto ha traído como consecuencia que se acaben diluyendo -en la práctica- muchas de las fronteras ideológicas entre el progresismo (expresado como Concertación primero, y luego en su versión remozada, de Nueva Mayoría) y los sectores más conservadores de la sociedad, reduciendo las diferencias -en lo esencial-, a matices en el modo de gestionar el modelo1.
Se clausura, así, cualquier posibilidad de deliberación democrática, al separar, de manera tajante, lo económico de lo social, e imponiendo una visión extremista que determina el modo de resolución de cualquier conflicto social; la economía es un “algo” que va por un carril controlado y conocido por técnicos expertos; los problemas sociales son “otro algo”, cuyas expresiones sólo tendrán solución si la economía funciona bien, entendiendo por buen funcionamiento una estrecha visión del crecimiento económico2 y del rol de la “competencia individual” en ésta. La desigualdad pasa a ser una externalidad menor, de la cual se debe hacer cargo el Estado focalizando el gasto público en aquellos segmentos sociales que no están en condiciones de competir y colaborar con el debido funcionamiento de la economía.
Tres situaciones resultan útiles para ilustrar las implicancias de esta profundización neoliberal. En primer lugar, en la última década se asiste a la expansión -muchas veces sin parangón a nivel internacional- de las dinámicas mercantiles a ámbitos insospechados de reproducción de la vida social; la privatización de la vida cotidiana y de derechos sociales que otrora garantizaba el Estado, ha generado nuevos nichos de acumulación empresarial, creando un verdadero “capitalismo de servicio público”, con ganancias aseguradas gracias a un “Estado subsidiario” que “focaliza” el gasto social en la demanda hacia prestadores de servicios privatizados.
En segundo lugar, se ha llegado a una naturalización insospechada acerca del orden laboral de la dictadura, caracterizada por una aceptación acrítica -y a veces interesada- del predominio empresarial en la toma de decisiones en el mundo del trabajo. Lo que suceda en éste pasa a ser un problema privado, en el cual el Estado no debe intervenir, más allá de asegurar que no haya interferencias “políticas” exógenas a la empresa3.
Finalmente, en tercer lugar, la naturalización del orden neoliberal en la economía ha llevado a una tendencia a la ambigüedad en la definición de fronteras ideológicas entre el progresismo (en cierto modo, depositario de las luchas históricas de las clases populares) y la propia derecha. La expresión más preocupante de ésta es la verdadera “colonización empresarial” de la política: el único actor social legitimado para manifestar sus intereses e incidir en el rumbo político del país pasa a ser el gran empresariado, incluso apelando a prácticas abiertamente antidemocráticas, como el financiamiento ilegal de determinados candidatos (escándalo que estalló el año 2016, al más puro estilo de la Cosa Nostra) o la redacción de textos legislativos por fuera del Parlamento (por ejemplo, en la Ley de Pesca de Piñera).
El progresismo, como fuerza política, ha aceptado sin reparos tener un vínculo orgánico con este empresariado, asumiendo como propia la idea de que el mercado es el principal espacio de reproducción de la vida social, renunciando de este modo a combatir la desigualdad y las formas de exclusión propias de una sociedad regida por los intereses del capital. Y esto se ha expresado una y otra vez en el carácter de las distintas reformas llevadas a cabo entre 2006 y 2017. El propósito del presente artículo es realizar un breve análisis de cada una de estas tres situaciones, tomando sus manifestaciones más expresivas, para luego ver las posibilidades de una agenda de reformas que permita una salida al neoliberalismo y supere su radicalización observada durante la última década.
- Mercantilización de la vida social y consolidación del “capitalismo de servicio público”
De un tiempo a esta parte, predomina una apelación a la OCDE como criterio de validación del éxito de un gobierno o de una determinada política social o económica. La orientación que esta organización tiene está lejos de situarse en una perspectiva crítica del modelo, sin embargo, resulta interesante un análisis de sus conclusiones respecto al tema de la desigualdad, para ponerlo en perspectiva respecto al objetivo del artículo.
Según esta organización, Chile es el país que tiene la mayor desigualdad de ingreso en la organización según el coeficiente de Gini: para el año 2015, los ingresos del 10% más rico en Chile son 26 veces más altos que los del 10% más pobre. Una de las causas de esta situación correspondería al débil impacto de los efectos de la redistribución fiscal a través de impuestos directos y de las prestaciones sociales en efectivo, pues la baja cobertura y el bajo nivel de las ayudas entregadas por el sistema de protección social limitarían la capacidad de las políticas públicas de reducir las desigualdades4.
Por otro lado, y de acuerdo con los propios datos oficiales de la Dipres, al analizar el gasto social per cápita en Chile se constata que éste ha crecido de manera sostenida entre 2001 y 2015, aumentando en 2,1 veces5. Pero no ha habido un impacto similar en la disminución de la desigualdad, pues ésta se ha mantenido relativamente estable6.
Esta paradoja tiene mucho que ver con lo que advierte la OCDE. Pero el débil impacto de las políticas redistributivas no viene tanto por los montos que se invierten en éstas, sino más bien por el tipo de política que se ha estado implementado, pues ha predominado un esquema en que se traspasan enormes masas de presupuesto estatal a prestadores de servicios privados, en lugar de fortalecer el servicio público, para “garantizar” derechos sociales básicos. Ejemplos paradigmáticos son el plan AUGE en Salud (2005) y el Crédito con Aval del Estado (2006), que han llevado a que la experiencia neoliberal chilena alcance niveles que no ostenta prácticamente ningún otro país del mundo. En el primer caso, se “asegura” la atención en salud en el sector privado, para una “selección” de patologías, pagando cuantiosas sumas que perfectamente podrían destinarse a fortalecer la red pública7. En tanto que, en el segundo caso, se financia a través de la banca privada la posibilidad de acceder a la educación superior (y que irónicamente en la mayoría de los países OCDE es gratuita).
Y se podría seguir con un largo etcétera: acceso a agua potable, electricidad, vivienda, pensiones8, entre otros derechos básicos, que se terminan produciendo a través de la prestación privada con criterios basados en la ganancia, como si se tratara de cualquier otro tipo de empresa. La lógica es simple: hay que pagar por acceder. Y para quienes no puedan acceder, el Estado puede asumir un carácter subsidiario “pagando” por ellos (lo que se entiende por “focalización” del gasto público), pero de acuerdo con los criterios definidos por los agentes privados proveedores de estos servicios (el precio “de mercado”), los cuales no siempre se relacionan con calidad ni tienen como norte el bien común ni están exentos de riesgos de colusión en la fijación de los precios a cobrar al Estado.
El enorme traspaso de recursos al sector privado ha generado una enorme red de prestadores de servicios, quienes han hecho de esta forma de entender la política social un gran negocio. Junto con ello, se ha creado toda una retórica para justificar este tipo de práctica como “derechos sociales”, siendo que no son más que la ampliación de subsidios estatales a la demanda de educación, salud y pensiones, para asegurar su consumo en el mercado. Esto ha facilitado enormemente la radicalización de la mercantilización de la vida cotidiana de las personas, generando un discurso ad hoc que no tienen problemas en llamar derechos sociales a bonos; gratuidad a un voucher; capitalismo, libre competencia y hasta mercado a estos nichos de acumulación regulados y asegurados políticamente, amparados en subsidios estatales, que han traído consigo situaciones de acumulación hiperconcentradas donde no existen riesgos, sólo ganancia segura. Finalmente, se llega a absurdos como suponer que la focalización de derechos sociales puede garantizar derechos sociales9.
- Naturalización y radicalización del orden laboral de la dictadura
El programa del segundo gobierno de Bachelet señalaba que se buscaba “nivelar la cancha” entre trabajadores y empleadores, respecto a las relaciones laborales. Esto implicó el reconocimiento explícito de una conflictividad producto del predominio de una visión empresarial en el orden laboral, por más que en el texto del programa se le trate como una modernización pendiente10.
Pero la tibia reforma laboral que entró en vigencia en 2017 apenas regula algunos excesos y dificulta -en los hechos- la organización sindical, relativizando derechos históricos conseguidos por los trabajadores (como el derecho a huelga o la introducción de los “pactos de adaptabilidad” que afectan la jornada laboral de ocho horas diarias, aspecto que ni el propio Pinochet se atrevió a tocar). Y, lo que es peor, dejó fuera a vastos y crecientes sectores de trabajadores, precisamente aquellos donde se concentra el grueso del empleo asalariado en Chile.
Se vive en un clima cultural y político que ha naturalizado la subordinación del trabajo a los intereses de los grandes empresarios, negando cualquier posibilidad de acción colectiva que permita, en términos concretos, nivelar efectivamente la cancha. Aberraciones como la extrema precariedad laboral que se observa en Chile -donde, por ejemplo, despedir a alguien por “necesidades de la empresa” no escandaliza a nadie- o el hecho de que más de la mitad de las personas que trabajan viva con menos de $300.000 al mes -en circunstancias que las grandes fortunas crecen de un modo exponencial, incluso a costa de la recaudación fiscal, como se ha observado en los últimos escándalos de “perdonazos” en el pago de impuestos a grandes empresas- parecieran no importarle a ninguna autoridad. Sin ir más lejos, el tema trabajo casi no estuvo presente en los programas de los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta en la elección presidencial, más allá de menciones muy puntuales.
Considerando lo anterior, pareciera existir una indiferencia hacia la clase trabajadora desde las élites político-empresariales, que permea incluso a parte de la izquierda. El apoyo acrítico de la CUT a la reforma laboral mencionada, así como también el rol pasivo jugado por algunos partidos políticos de la izquierda tradicional en sus negociaciones, da cuenta de la exclusión que vive el actor laboral en los distintos espacios de toma de decisiones de nuestra sociedad. Incluso es posible hablar de un verdadero “abandono político” por parte de las conducciones del sindicalismo tradicional (vinculadas principalmente a los partidos Socialista, Comunista y Demócrata Cristiano), hacia amplias capas de trabajadores no incluidas en la reforma. El impresentable comportamiento observado en el intento de llevar a cabo elecciones de la CUT, pese a ver sido declaradas como “ilegales” por la justicia, o en el bochornoso “macuqueo” en el conflicto por la Carrera Docente son pruebas fehacientes de esto. ¿Qué es lo que les importa a estas conducciones? ¿Enfrentar la creciente precarización y debilitamiento del empleo, aspectos abiertamente conflictivos y masificados? ¿O más bien utilizar la organización sindical para asegurar condiciones de gobernabilidad política y mantener una reducida burocracia partidista cada vez más sorda y ajena al devenir de sus propios trabajadores representados? La preocupación por el tipo de sociedad que se ha construido con empleos precarios y desprotegidos sigue brillando por su ausencia.
- Colonización empresarial de la política
Finalmente, una tercera situación que da señales sobre la radicalización neoliberal de la política social y económica tiene un componente relacionado con las relaciones entre las élites empresariales y políticas.
Históricamente, ha existido un vínculo orgánico entre la derecha política y los grupos económicos. Estos últimos proyectaban sus intereses a través de los primeros, cimentado sobre la base de relaciones de parentesco o redes comunes (mismos colegios, mismas universidades, son vecinos de los mismos barrios). Lo novedoso corresponde a la extensión de estas redes al propio progresismo y también al modo cómo éste ha hecho propio el imaginario neoliberal. En la práctica, lo que terminan perdiendo estos sectores es soberanía política y capacidad de representar intereses sociales ajenos a los empresariales en la política, con lo que los posibles proyectos políticos subalternos alojados en el mundo progresista pierden su sentido histórico.
El primer síntoma de esta colonización quedó en evidencia con el escándalo en el financiamiento de campañas políticas (casos Penta y SQM), pero no se detiene en éste, pues también ha significado la existencia de una verdadera “puerta giratoria” entre los directorios de empresas relacionadas con los servicios estatales asociados a derechos sociales privatizados y el propio aparato estatal, siendo el caso más bullado el que respecta a los directorios de las AFP11.
La subordinación de la política al poder económico parece ser transversal y afecta a todo el espectro político tradicional. Así, los diversos partidos, lejos de representar visiones de la sociedad o corrientes ideológicas, aparecen como correas de transmisión de los diversos intereses empresariales, camuflándose en metáforas de consenso político y saber tecnocrático. Aunque estas últimas estrategias estén, hoy por hoy, bastante más debilitadas que hace diez o quince años12.
Resulta ser, entonces, un eficiente mecanismo para mantener el predominio neoliberal en la definición política del rumbo económico y, de paso, para procesar la enorme conflictividad que apareja el tipo de orden social construido bajo esta lógica. El examen de la resolución del conflicto por la gratuidad de la educación que estalló el 2011, muestra que cualquier solución a las demandas debe pasar por el filtro neoliberal, aunque deba travestirse. La gratuidad resultante no significó una ampliación de derechos, sino más mercado, más recursos públicos al lucro privado, donde operadores políticos del progresismo jugaron un rol clave. Las vinculaciones de la élite concertacionista con el empresariado ejercen un poder que no se expresa con transparencia, sin plantear ideas ni posiciones de forma abierta, actuando de facto, a través de lobby, imponiendo discursos supuestamente “técnicos”, que no son neutros. En definitiva, un poder autoritario que no emana de la dictadura, sino que de la propia Concertación, que hace suyas las ideas neoliberales13.
- Posibilidades de una agenda de reformas y desafíos para las fuerzas de cambios
El último trimestre del año 2017 ha estado marcado por la coyuntura electoral. Los sorprendentes resultados del Frente Amplio han abierto una esperanza acerca de las posibilidades concretas de enfrentar el consenso neoliberal de las élites políticas y empresariales. Pareciera que, por primera vez desde el retorno a la democracia, se estuviese asumiendo que la modernización neoliberal ha significado un gran impacto negativo en la vida cotidiana de las personas, al obligarlas a que busquen en el mercado, bajo diversas modalidades, derechos sociales que décadas atrás eran responsabilidad del Estado. Y adentrarse en esta problematización es adentrarse en “aguas inexploradas”.
Más allá de las pasiones que pueda desatar esta coyuntura, cualquier posibilidad de incidencia respecto a desmercantilizar la vida social, debe tener en cuenta que la profundidad del consenso neoliberal es mayor a lo que se pueda llegar a expresar en una simple oferta electoral: las últimas décadas han significado una transformación profunda del carácter de los actores políticos chilenos, muchos de los cuales han asumido como propias las ideas de Estado subsidiario y focalización del gasto público, incluso utilizando banderas ligadas al mundo de la izquierda.
Pero esto no significa asumir que desde el progresismo hay una aceptación acrítica de este ideario. Existen sectores críticos que poco a poco comienzan a asumir los límites del consenso neoliberal y la magnitud de los negociados existentes detrás de éste. La responsabilidad de las fuerzas de cambios es seguir intentando convocarlos a ser partícipes de una agenda de cambios, que asuma la magnitud y profundidad del consenso. Los chilenos y chilenas tienen un profundo grado de malestar con el carácter de la modernización neoliberal, no porque la rechacen, sino porque buscan una auténtica modernización, que garantice mayor libertad y soberanía sobre sus vidas cotidianas, mayor igualdad y justicia social. Sin embargo, nada garantiza que este malestar asuma cauces democráticos: perfectamente podría decantar en una regresión autoritaria, especialmente si la élite política mantiene sordera ante las diversas y emergentes formas que va asumiendo este malestar.
Hay dos tareas irrenunciables para hacer retroceder al mercado de las vidas cotidianas de las personas. La primera, generar procesos de acumulación de fuerza para posibilitar una salida política del neoliberalismo, a través de más democracia y menos mercado. La segunda, la superación del Estado subsidiario y su lógica de focalización del gasto público como forma de resolver los conflictos sociales. En esta tarea no hay recetas, pero sí se debe tener la suficiente claridad de que el orden neoliberal no es un orden natural, sino que tiene profundas raíces políticas: responde a intereses concretos y cada uno de sus despliegues es una forma en que estos intereses se manifiestan materialmente.
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La Fundación NodoXXI es una organización sin fines de lucro cuyo ánimo es contribuir con elaboración de pensamiento y herramientas prácticas a revertir la crisis de incidencia de las mayorías en la definición de los destinos de nuestro país.
El trabajo de Nodo XXI se estructura en torno a la promoción de diálogos, debates y acción, la formación de dirigentes y la elaboración de estudios, propuestas y opinión. Esto, con la perspectiva de pensar un proyecto alternativo al neoliberalismo que permita hacer de Chile un país inclusivo, justo y democrático.