A cuatro años de la revuelta social, más allá de las simplificaciones, conversar sobre las causas y mirar sus impactos sociales y políticos es un ejercicio que permite situar, sin atajos, las tareas del presente. Es así que nos preguntamos por la vigencia de las...
Camila Miranda. Licenciada en Derecho de la Universidad de Chile y directora de Fundación Nodo XXI.
Daniela López. Licenciada en Derecho de la Universidad Central y directora de Fundación Nodo XXI.
Pierina Ferretti. Dra. (c) en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.
Afshin Irani. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Chile.
Equipo de feminismo y políticas públicas de Fundación Nodo XXI.
Resumen
En el presente artículo, a partir de las recientes movilizaciones feministas acontecidas en el país, se realiza una lectura del lugar del feminismo en las luchas antineoliberales y por la ampliación democrática en el Chile actual. Asimismo, se desarrolla un análisis crítico de la agenda del gobierno de Sebastián Piñera en materia de género, que muestra cómo los elementos centrales de esta se encuentran en las políticas que se implementarán a través del futuro Ministerio de la Familia y Desarrollo Social, que significarán un reforzamiento de la familia heteropatriarcal y una profundización del carácter subsidiario del Estado. Finalmente, se identifican algunos de los principales desafíos para el movimiento feminista en este escenario.
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La emergencia del feminismo en el Chile neoliberal
Las masivas movilizaciones registradas el pasado 8 de marzo en el marco de la conmemoración del Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras –y otros movimientos recientes como Ni una Menos, las protestas a propósito del caso “Manada” en España, el movimiento feminista estudiantil en Chile y la enorme movilización social por el aborto legal en Argentina, por poner algunos ejemplos–, confirman un hecho incontrastable: en un mundo donde el despliegue del capitalismo intensifica la precariedad del trabajo y de la vida de amplias capas de la población, y en donde crece vertiginosamente la violencia de género, el feminismo retoma protagonismo a nivel global.
Chile no ha estado al margen de este movimiento, como ha quedado demostrado en las recientes movilizaciones estudiantiles feministas, que, entre marchas masivas, performances, tomas feministas y otras formas de acción colectiva, han logrado instalar en el debate público temas como el abuso sexual y de poder en los contextos educativos y la necesidad de repensar la educación desde una perspectiva no sexista, que hasta hace poco no formaban parte de la agenda política y de la discusión social.
Ahora bien, esta emergencia feminista se despliega localmente en un escenario complejo, que exhibe las consecuencias sociales y políticas de la modernización neoliberal tempranamente implantada en Chile y que le impone, por ello, desafíos particulares. Un escenario neoliberal avanzado, donde se urde una densa trama entre mercantilización de derechos sociales (salud, educación, vivienda y pensiones), focalización del gasto social exclusivamente en los sectores más pobres y acumulación capitalista en base a subsidios estatales a empresas prestadoras de servicios sociales, que deja a las grandes mayorías de la población obligadas a resolver sus vidas en el mercado de manera individual. Una configuración político-económica con la que, además, se articulan de manera no contradictoria valores de la tradición estamental y conservadora de la República chilena con los principios económicos “modernizantes” del libre mercado, creando un complejo económico-moral que es posible denominar pacto subsidiario o Estado subsidiario1.
Algunas consecuencias de esta modernización conservadora pueden apreciarse en las promesas fallidas de movilidad social mediante el consumo y la educación. La integración social, al estar mediada principalmente por el ingreso al mercado en virtud de la capacidad de consumo y de elección, genera una sensación social de mayor bienestar y modernidad en segmentos de la población, pero, al mismo tiempo, contrasta con una sensación de creciente inestabilidad producida por la ausencia de garantías en aspectos vitales para la subsistencia cuya provisión está entregada al mercado o a una alicaída cobertura pública focalizada en los sectores más vulnerables. Esta sensación de inestabilidad se radicaliza en la experiencia de la mayoría de las mujeres, quienes, además, sostienen una doble negociación permanente entre su ingreso y mantención en el mundo asalariado del mercado laboral (construido en lógicas masculinas) y la carga social del trabajo doméstico, reproductivo y de cuidados que termina supliendo todos los déficits de derechos sociales y de responsabilización social de la vida2.
Un ejemplo claro de la estrecha trabazón existente entre mercantilización de derechos sociales, intereses empresariales, conservadurismo misógino y reproducción de las desigualdades sociales y sexuales se encuentra en la reciente modificación al protocolo de objeción de conciencia institucional donde las cortapisas impuestas a la ampliación de los derechos de las mujeres en favor de los intereses económicos de las clínicas privadas es evidente, y fue denunciado inmediatamente por las organizaciones feministas. Por otro lado, no deja de ser indicativo que el conflicto feminista haya estallado en las universidades, pues la educación superior es otro claro ejemplo de esta operatoria de modernización neoliberal de tradición estamental y conservadora (que se repite en el mercado laboral, en la salud y en las pensiones). En Chile, un signo inequívoco de modernización como es la masificación mercantilizada del ingreso a la universidad bajo un concepto de inversión individual, ha generado nuevas formas de segregación social y de reproducción de las divisiones sexuales del trabajo y el sexismo: en nuestro sistema de educación superior, hay universidades para las élites y universidades para las masas y hay también carreras para las élites masculinas -las más prestigiosas y mejor pagadas- y carreras para mujeres -mayormente precarizadas y orientadas a los servicios y cuidados3. La promesa de libertad de elegir del Estado subsidiario, junto a la utopía de la igualdad de oportunidades en el mercado, produce, así, un holograma que la movilización feminista y otras movilizaciones sociales de los últimos años han permitido empezar a ver.
Mirando este cuadro, resulta claro que, en las condiciones impuestas por el neoliberalismo, la política deje de tener sentido para las mayorías sociales y que la democracia aparezca enormemente restringida. Cuando los intereses de las clases subalternas son sistemáticamente postergados, mientras que los grupos empresariales imponen sus términos sin contrapeso, una democracia sustantiva, en que se pueda deliberar racionalmente respecto a las dimensiones más relevantes de la vida social, se torna impracticable y ese es uno de los elementos más contundentes que ha ido mostrando el ciclo de movilizaciones que se han levantado en Chile y que impugnan la política de la transición. La demanda por la recuperación de la educación pública, el movimiento contra las Administradoras de Fondos de Pensiones y la reciente y masiva convocatoria del pasado 8 de marzo bajo la consigna “Mujeres a la calle contra la precarización de la vida”, son algunas muestras de la existencia de ese ciclo que, con momentos de alza y reflujo, cuestionan el Estado subsidiario y la mercantilización absoluta de los derechos sociales4.
Este es el escenario en el que el feminismo actual se despliega. Heredero de las luchas históricas del movimiento, pero a la vez como consecuencia y negación de las condiciones sociales surgidas en el Chile neoliberal, el feminismo, como se discutirá, se torna un elemento fundamental en las luchas por ampliar la democracia.
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La “democracia restringida” como problema para el avance feminista
El carácter restringido de la democracia postdictatorial, que además de excluir los intereses de las mayorías sociales en beneficio de la acumulación capitalista excluye de la deliberación pública a los actores sociales organizados y es administrada por una élite tecnocrática, impactó también al feminismo chileno. Actor fundamental en las luchas por la recuperación democrática, el movimiento feminista –y en particular sus sectores más disruptivos– fueron dejados fuera de la política transicional, produciéndose una ruptura entre aquellas figuras que pasaron a ocupar cargos en la administración del Estado y aquellas que permanecieron en el mundo social. El dilema entre autonomía e institucionalización del feminismo se resolvió por la vía de mutua exclusión, lo que derivó en que primaran en las políticas de género de la transición enfoques liberales centrados en políticas de acción afirmativa5.
Es por ello por lo que se puede observar en el caso chileno cómo conviven procesos de “democratización”, que han incluido políticamente algunas demandas de las mujeres, con la configuración de un Estado subsidiario que, privatizando toda esfera pública y propiciando la incorporación de amplios sectores al mercado y a la economía monetaria, ha construido más exclusiones con un discurso de desarrollo y modernización. Así pues, si bien la modernización neoliberal tolera e incluso promueve el avance formal en derechos políticos para las mujeres y su incorporación creciente al mundo laboral y político, las divisiones sexuales del trabajo, la reproducción de los roles tradicionales de género y la negación de derechos, conviven de manera no contradictoria en un sistema que puede exhibir rasgos de liberalismo al tiempo que marcadas vetas conservadoras.
Por ejemplo, buena parte de la agenda impulsada por el Servicio Nacional de la Mujer (1990-2016), hoy Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género –Ley de cuotas, Ley de violencia intrafamiliar, aspectos de la reforma laboral relacionados con las mujeres (salas cunas, igualdad salarial, aumento del posnatal) o las políticas de focalización del gasto social como el Bono al trabajo de la mujer o los programas “Jefa de hogar” o “Mujer emprende en familia” y la ley de interrupción del embarazo en tres causales– mantiene el principio de subsidiariedad del Estado, refuerza el rol tradicional de la mujer y limita las políticas de género a políticas de mujeres/madres/víctimas que hay que empoderar, integrar al mercado laboral (aunque sea en condiciones de precariedad) o convertir en emprendedoras. Y si bien es cierto que durante el período 1990-2018, gracias al movimiento feminista y a la presión de organismos internacionales por los derechos humanos, se presentan avances en el reconocimiento de algunos derechos de las mujeres y las disidencias sexuales, estos quedan atrapados dentro de los márgenes del Estado subsidiario que restringe, individualiza y mercantiliza los derechos sociales, sexuales y reproductivos e impide establecer un sistema de derechos universales para todas y todos.
En definitiva, este feminismo de ampliación de derechos y participación política para algunas mujeres, escasamente ha enfrentado la esencialización del rol tradicional de la mujer y el trasfondo estructural, económico, de las desigualdades. En este sentido, resulta claro cómo las posibilidades de un feminismo que supere los límites que han tenido las agendas de género de los últimos treinta años, colisionan con las restricciones democráticas impuestas por el pacto subsidiario, que a la vez significó una constricción de la imaginación política.
Considerando estos elementos, la actual movilización feminista adquiere un sentido más amplio. Más allá de las demandas concretas con que se levantó la ola de protestas, el feminismo representa una impugnación a la restringida democracia transicional, y, por lo mismo, constituye una posibilidad de ampliar el debilitado espacio de deliberación pública existente en Chile y de hacer irrumpir intereses sociales largamente excluidos. El movimiento feminista, en su avance y maduración –y allí radica su principal potencialidad–, puede articular a mayorías históricamente excluidas, así como también a nuevos sectores sociales segregados y precarizados como consecuencia de la modernización neoliberal. Por esto, más allá de dudas, el feminismo se torna una necesidad política en las luchas antineoliberales y es un elemento imprescindible en cualquier proyecto de ampliación democrática.
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Las dos Agendas: la respuesta política a la irrupción feminista
En el contexto de reemergencia del feminismo –de masivas movilizaciones del movimiento estudiantil feminista y de la visibilización e incremento de las expresiones de violencia hacia las mujeres–, la respuesta institucional y de la política no se hace esperar. Tempranamente el gobierno de Sebastián Piñera, y como señal de aprendizaje respecto de su desembarco anterior en el gobierno, anuncia una acotada Agenda Mujer con el objetivo de conseguir la igualación de oportunidades entre mujeres y hombres, tomando propuestas históricas de las políticas de género de la Concertación.
Su hábil respuesta produce un escenario de confusión en el mundo progresista, que, por un lado, y más allá de la Agenda mujer, ponía el acento en dudar de la credibilidad de la iniciativa –por ser impulsada desde un gobierno de derecha que históricamente frenó y entorpeció el debate legislativo en varias de las materias anunciadas– y que, por otro, concedía que esta Agenda recogía medidas que eran parte de la iniciativa política y programática que desde los gobiernos de la Concertación, y también desde sectores del Frente Amplio, se habrían impulsado, en una suerte de defensa al “legado” –no olvidemos que Michelle Bachelet terminaba su segundo mandato relevando un camino de avances para las mujeres, reconocida y legitimada como promotora de los derechos de las mujeres por organismos internacionales como la ONU, y que su figura se instalaba como un modelo y referente ineludible de las políticas de género en Chile.
La omisión de una de las principales demandas de la movilización estudiantil feminista, la educación no sexista y la propuesta empresarial para resolver la discriminación de aranceles entre hombres y mujeres en las Isapres, junto a otros elementos de la Agenda Mujer6, fueron alertados desde sectores feministas críticos y permitieron un giro en el debate, tensionando su contenido y carácter como interpelación a los anuncios que Piñera iba a realizar en la Cuenta Pública. A modo de muestra, la Agenda Mujer, si bien avanza en la responsabilización de los efectos de la violencia de género, y por lo tanto va poniendo al día a Chile en materia internacional, no logra constituir en sí misma una política sustantiva que se haga cargo de la producción y reproducción de dicha violencia y, de este modo, no contribuye a construir un escenario de igualdad como el que se busca introducir con la reforma constitucional. Respecto de los anuncios sobre igualdad salarial, salas cunas y de promoción de mujeres en cargos de alta responsabilidad en el Estado y empresas, se evidencia que estos obvian al grueso de las mujeres, cuyas precarias condiciones laborales, caracterizadas por una gran inestabilidad en los empleos a los que acceden, una alta flexibilidad laboral, accesos relativos a protección social y bajos salarios, las excluyen de estas medidas. Además, no abordan la responsabilidad de garantizar derechos para los distintos tipos de empleo y los bajos salarios que afectan a la mayoría de las trabajadoras y trabajadores en el país. Por último, la omisión de la educación no sexista es sintomática, pues implicaría abrir un debate de reformas educacionales que para el gobierno han sido evitadas centrándose en una implementación administrativa y continuadora de los cambios aprobados en el gobierno pasado.
Los anuncios de la Cuenta Pública afirman este rumbo, pero también revelan la verdadera Agenda Mujer del gobierno: las medidas asociadas al Ministerio de Desarrollo Social, enfocadas en la familia tradicional y en la protección de la clase media, cuestiones que hasta ahora parecen no ser centro de preocupación, pues las actorías de oposición a las demandas feministas se han identificado en Isabel Plá -hábil ministra de la Mujer y la Equidad de Género-, en un incómodo y mal asesorado ministro de Educación, Gerardo Varela, y en el mismo Presidente de la República. Esta doble agenda permite explicar la comodidad de un gobierno de derecha que se despliega con una agenda social comprometida con las luchas de las mujeres y que, en declaraciones de sus diversas personerías, se apropia y resignifica al feminismo posible, mientras que mantiene ordenada a su propia coalición evitando un conflicto de modelo y de valores que sería la implicancia de asumir seriamente las transformaciones necesarias que promueve la lucha feminista.
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La verdadera “Agenda Mujer”.
En el programa de gobierno de Piñera ya se expresaban una serie de medidas de fortalecimiento a la familia nuclear tradicional en relación con el trabajo de las mujeres, en el que el despliegue gubernamental se estrenó con el anuncio del cambio de nombre del “Ministerio de Desarrollo Social” a “Ministerio de la Familia y de Desarrollo Social”. En el anuncio, Piñera señalaba que “la familia es el principal prestador de los cuidados”, discurso que será profundizado en la Cuenta Pública con medidas destinadas a modernizar la protección a la familia7 y de ampliación de la focalización del gasto social hacia la clase media8.
Pero lo que hay tras dichos anuncios revela la existencia de esta segunda agenda, el verdadero pacto social que el gobierno busca constituir “desde arriba”. En ella, la protección de la familia se vuelve inmediatamente en una base estratégica para evadir la discusión de los derechos sociales, pues responsabiliza a la unidad familiar de proveer “servicios” de manera privada e individualista, en vez de promover servicios sociales asegurados para toda la población. Es más, al presentar a la familia como principal prestadora de los servicios sociales que debieran ser derechos garantizados por el Estado, se busca convertir en obligaciones privadas las dimensiones de la vida social que deben ser abordadas colectivamente como la educación y los cuidados. Esto se traduce en agobio, endeudamiento o en el sacrificio de personas (en el mayor de los casos, mujeres) que deben asumir las labores domésticas para asegurar salud a los miembros de su familia, la crianza de los hijos e hijas y el cuidado de la vejez y de atención a los enfermos.
Puesto en perspectiva, esta no es la primera vez que el Estado chileno regula a las familias trabajadoras para resolver problemas sociales y productivos. A modo de ejemplo, es posible detenerse en la regulación política y reorganización de las relaciones conyugales y familiares en los campamentos mineros para desarrollar una estabilidad en la formación de fuerza de trabajo nacional9. Para el caso actual, este “mercado de la familia” fortalece el objetivo que ya se establecía desde el primer gobierno de la Concertación con fines similares: garantizar la integridad de una nueva organización del trabajo. Sin ir más lejos, en la Comisión Nacional de la Familia del gobierno de Aylwin se explicita que la relación Estado y Familia se sostiene en dos principios: el de la solidaridad y el de la subsidiariedad. Sobre el primero, se dispone que: “(…) La Solidaridad hace referencia al deber del Estado de procurar las condiciones de equidad necesarias para que todos tengan la oportunidad de constituir una familia en condiciones materiales y culturales adecuadas, de educar libremente a sus hijos y de mejorar constantemente su calidad de vida”10. Mientras que, en virtud del principio de subsidiariedad, se sostiene que: “El Estado reconoce la libertad y la iniciativa que tienen las propias familias para decidir su propio destino, orientando sus políticas sociales a fortalecer esa misma libertad en todos los ámbitos en que la familia pueda decidir por sí misma”11. Por lo tanto, es bajo esta idea de “libertad” –producida desde el liberalismo de mercado– que los gobiernos chilenos refuerzan la privatización y feminización de las tareas de cuidado y reproducción, volviendo políticamente imposible avanzar hacia un modelo económico donde se altere esta dimensión para que sea asumida de manera transversal por el conjunto de la sociedad.
La focalización del gasto social que perfeccionan las políticas de la familia también desarrolla lazos más íntimos entre el Estado y la empresa privada, llegando a derivar a esta la responsabilidad de las políticas públicas a través del uso de dineros estatales. Esto es aún más problemático, pues, al no existir un sistema de seguridad social garantizado por el Estado, las situaciones que se describen como adversidades o factores de riesgo pasan a amenazar directamente a las familias vulnerables y la vejez, la enfermedad, la educación de los hijos, se convierten en situaciones de riesgo social familiar de facto y en nuevas oportunidades de negocios a partir de la ampliación del mercado de servicios sociales con subsidio estatal. Otro factor relacionado con esto ha sido la promoción del endeudamiento individual para acceder a dichos servicios básicos, y, por lo tanto, más oportunidades que fortalecen el dominio de la empresa privada.
Sin duda, se debe atender urgentemente a fenómenos políticos como la Agenda Mujer y la agenda del Ministerio de la Familia y Desarrollo Social, pues es a partir de ellos donde se producen públicamente los acuerdos entre empresarios y política. En este caso, usando a la familia como mediador de esta relación y representando una cantidad de peligros considerables para el movimiento feminista. El primero de ellos es reducir la lectura de esta agenda al carácter conservador de la derecha, lo que sin duda renuncia a la perspectiva histórica que se le busca dar a la crítica de las políticas de Estado. Como se ve, bajo el principio de la subsidiariedad, promovido por los gobiernos de la Concertación, ha sido establecida esta nueva relación del Estado y la familia. El segundo peligro radica en que es este mismo principio el que ha reducido las posibilidades del avance en la responsabilización social de los cuidados, desplazándose a la esfera privada y, por lo tanto, asumiendo su distribución patriarcal. El tercero, y quizás el que representa la mayor amenaza, es que la versión transicional de la familia afianza la relación subsidiaria entre Estado y empresa, a partir de la definición de la familia como “prestadora” de servicios, lo que profundiza el rol del mercado –que ya había entrado a la familia (hijas e hijos endeudados para estudiar, vía bajos salarios compensados con crédito para el endeudamiento, vía relaciones laborales por servicio doméstico, etc.)– y, de paso, refuerza la carga de cuidados sobre las mujeres. Por último, el avance que para el gobierno se impone con medidas focalizadas hacia la familia es fruto también de una relación estratégica, eficiente e incluso consciente de una base electoral de diversos sectores sociales, construida con una idea bastante concreta del rol de las mujeres en tanto madres, principalmente con el apoyo de las mujeres más pobres y precarizadas que buscan mejores condiciones para su hogar. Es en este espacio donde están los principales límites sociales del feminismo.
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El feminismo como necesidad política para las transformaciones sociales
Es en este contexto en el que emerge, con renovado vigor, un heterogéneo movimiento feminista, que debe enfrentarse a los dilemas de la sociedad chilena actual, siendo uno de sus mayores desafíos el traspasar los límites de las agendas de género y plantear alternativas que disputen con las políticas “de mujeres” que refuerzan su rol tradicional, que reposicionan la figura de “la familia” heteropatriarcal como fundamento de la sociedad y como sujeto preferente de políticas públicas (idea que instalará con fuerza el gobierno de Sebastián Piñera) o que enfrentan la violencia machista desde enfoques punitivistas sin abordar las causas estructurales del problema. En definitiva, un feminismo que busque incidir políticamente corriendo los límites de lo posible más allá de los marcos liberales del feminismo hegemónico.
Por otra parte, el feminismo tiene la posibilidad de recuperar su vocación emancipatoria, desdibujada por el procesamiento neoliberal de la transición, permeando las luchas sociales que han surgido en los últimos años. En el contexto chileno, son las luchas por la recuperación de los derechos sociales, sexuales y reproductivos aquellas que logran impugnar de manera efectiva el pacto subsidiario y que pugnan por ampliar la democracia. El feminismo, en este ciclo político, no debiera quedar como una lucha específica de mujeres y disidencias sexuales, sino que debiera permear todas las luchas sociales y contribuir a construir un nuevo pacto social e imaginar nuevas relaciones humanas y de convivencia en sociedad, que superen el neoliberalismo y el Estado subsidiario.
El feminismo, entonces, es imprescindible para las fuerzas como el Frente Amplio que deben trabajar por abrir un nuevo ciclo político, pues éste encarna y proyecta una larga lucha colectiva por redefinir los términos de la humanidad, requiriendo para eso de nuevas formas políticas. Las formas de resolución política y de imaginación de la transición –la “cocina”, las mesas sin las actorías de la sociedad, o la reedición de la división sexual del trabajo, de viejos proyectos sancionatorios o de “emparejamiento de la cancha”- son incapaces de interpretar las demandas de un movimiento que promueve un nuevo pacto de sociedad sin humanidades de segunda clase.
1 Véase Ruiz, C. (2015). De nuevo la sociedad. Santiago: Lom Ediciones. Es preciso consignar que el principio de subsidiariedad no es aplicado en Chile en tanto limitación de la acción pública en favor de la iniciativa privada y los grupos intermedios, sino que se convierte en un principio modelador del carácter de la acción pública que determina radicalmente el carácter mismo del Estado.
2 Para profundizar en la doble negociación, ver Carrasco, C. (1994). ¿Conciliación? No, gracias. Hacia una nueva organización social. En Amorosos, M. (2003). Malabaristas de la vida. Mujeres, tiempos y trabajos. Barcelona: Icaria, pp. 27-51.
3 Miranda, C. (2018, 23 de mayo). La ola feminista y la crisis de la democracia en Chile. Biobío Chile.
4 Véase Ferretti, P. y Caviedes, S. (2018). Chile tras las últimas elecciones. Revista Memoria, (265), pp. 43-47.
5 Castillo, A. (2014, 14 de julio). Mujeres: las políticas de la presencia. El Desconcierto. Análisis críticos del feminismo en la transición pueden hallarse por ejemplo en los trabajos de Nelly Richard. Véase Richard, N. (2008). Feminismo, género y diferencia(s). Santiago: Palinodia. También ver Castillo, A. (2016). Disensos feministas. Santiago: Palinodia.
7 Entre ellas destacan: la ampliación de la cobertura del cuidado de los hijos después del término de la jornada escolar normal, el proyecto de ley que establezca el derecho a la lactancia libre a las mujeres, la urgencia del proyecto de ley que asegura fuero maternal y protocolos de gendarmería para mujeres privadas de libertad que van a ser madres. También las medidas en las que el gobierno pretende facilitar el cobro de las pensiones alimenticias por parte de las mujeres. Y el fortalecimiento de las terapias de reproducción asistida y los tratamientos contra la infertilidad para promover la maternidad deseada.
8 Se anuncia un Mapa de la Pobreza y Vulnerabilidad en Chile, destinado a estudiar la vulnerabilidad social, en conjunto con una “Red de Clase Media Protegida”, cuya función es garantizar protección frente a accidentes o riesgo de dicha vulnerabilidad de la familia.
9 Klubock, T. (1995). Hombres y Mujeres en el Teniente: la construcción de género y clase en la minería chilena del cobre, 1904-1951. En Godoy L., Hutchison E., Rosemblatt K., Zárate M. S. (comps.). Disciplina y desacato: Construcción de identidad en Chile, siglos XIX y XX. Santiago: SUR/CEDEM, pp. 223-254.
10 Comisión Nacional de la Familia. (1995). Principios básicos de la relación Familia-Estado. Revista De Trabajo Social, (65), p.13.
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